domingo, agosto 16, 2009

Sacando cuentas

I
No estaba muerta, pero parecía una buena imitación. A pesar de esta particularidad ella estaba en una urna. Yo sabía que en cualquier momento iba a despertar pero me dio fastidio confesarlo. Tras el ataúd había un libro bajo el título Sacando cuentas que daba un esbozo de sus acciones cuando su voluntad estaba más cerca de la actualidad que de la eternidad. Las páginas eran un peregrinaje fiel por la vida de Filomena -la no tan muerta-. Los recuerdos estaban por inaugurar en los familiares que asistían al velorio y la esperanza era una utopía malograda por el trágico acontecimiento. Para mi era sencillo todo. Ella estaba realmente deteriorada y sólo sería un estorbo si la respiración acompañaba por más tiempo su figura. Sus venas abultadas en todo el cuerpo y el perenne olor a esmalte recién aplicado me impulsaron a odiarla cada vez más. Pero finalmente ahí estaba yo, victoriosa, comiendo con el que era su esposo, saboreando junto a él una carne jugosa, una carne intransigente a cualquier deseo de abandonarla en el plato. Claudio –el casi viudo- estaba sentado a mi lado, con una promiscuidad de sabores en su boca y con una total virginidad en su razón al desconocer lo que yo sabía.

Me paré al baño y vi un sacerdote sentado en la barra. Su licencia para el bien estaba expuesta alrededor de su cuello blanco y negro. Era grotesca la escena porque lloraba como un niño, a decir verdad compensaba las lágrimas que Claudio no había botado todavía. El llorar de esa manera era un ejercicio antropológico para purgar sus culpas, según pensé luego de escucharle. Decía, sin mirar a otra cosa que no fuera su pedazo de carne, que había cometido el peor pecado que una persona como él podía cometer: confesar un pecado ajeno. Seguí mi camino y lo dejé congestionado de dolor.
Al salir del baño me tropecé con una mesa. Mi disculpa fue lo único que escuchó la pareja que ocupaba dos de las cuatro sillas. Al parecer acababan de llegar porque en la mesa sólo había algunos papeles y nada de comida ni bebida. Súbditos del aburrimiento, los novios, esposos, amantes o socios, no dijeron ni una sola palabra. Seguí mi camino hacia la salida hasta escaparme de Claudio; y aquí, mamá, termina mi historia.

II
Luego, en esta cárcel, descubrí la otra parte. Claudio salió al instante de mi escapatoria y la pareja, aparentemente incrustada en su mutismo, logró detenerlo. Eran mesoneros encubiertos para evitar que nadie saliera sin pagar. Lo sé porque son ellos mismos los que hacen ahora la comida en este lugar. Yo trato de pensar que es la carne de Claudio pero mi mente sigue tan lúcida como siempre.

Te preguntarás por qué ellos también están presos. Aunque la imaginación me bloquea el panorama, mi mente impulsada por la experiencia me aclara las razones. La mujer que se ocupó de amortajar a la difunta y el hombre que diagnosticó su muerte son los que ahora siguen sirviendo las necesidades de otros. Ahora te dejo mamá, me busca otra persona. Es entonces cuando un cura se para a mi lado como Sacando cuentas de mi desgracia.