martes, agosto 18, 2009
No significas nada para mí
Es el prólogo o el epílogo de una día cualquiera. Da igual. Apareces con tu pequeña cabeza rapada y un hambre descontrolada. El veto de la duda no se fractura al confirmar que llegas para destrozar. Algún recién nacido o algún muertico espera tu llegada. Te gusta que tengan miedo. El dolor de los demás bautiza tus esperanzas de triunfo. Ella, tu presa, está ahí. Llega sin ser invocada, y sin imaginarlo se entrega rehén, sin forcejeo ni asombro a la caminata bajo el agua que le tocará recorrer. Tú, vestido de negro, la rodeas. Atacas. El sufrimiento está apenas por inaugurar en la cara de ella. Tu calma titubea con el paso del tiempo, pero tus intenciones no. La desesperas. Ella grita. Le dices que es propio de locos gritar y le preguntas: ¿quién ha sido capaz de transformarte? Ella responde: No, no ha sido un hombre. Tampoco un buitre. Has sido tú.
lunes, agosto 17, 2009
domingo, agosto 16, 2009
Sacando cuentas
I
No estaba muerta, pero parecía una buena imitación. A pesar de esta particularidad ella estaba en una urna. Yo sabía que en cualquier momento iba a despertar pero me dio fastidio confesarlo. Tras el ataúd había un libro bajo el título Sacando cuentas que daba un esbozo de sus acciones cuando su voluntad estaba más cerca de la actualidad que de la eternidad. Las páginas eran un peregrinaje fiel por la vida de Filomena -la no tan muerta-. Los recuerdos estaban por inaugurar en los familiares que asistían al velorio y la esperanza era una utopía malograda por el trágico acontecimiento. Para mi era sencillo todo. Ella estaba realmente deteriorada y sólo sería un estorbo si la respiración acompañaba por más tiempo su figura. Sus venas abultadas en todo el cuerpo y el perenne olor a esmalte recién aplicado me impulsaron a odiarla cada vez más. Pero finalmente ahí estaba yo, victoriosa, comiendo con el que era su esposo, saboreando junto a él una carne jugosa, una carne intransigente a cualquier deseo de abandonarla en el plato. Claudio –el casi viudo- estaba sentado a mi lado, con una promiscuidad de sabores en su boca y con una total virginidad en su razón al desconocer lo que yo sabía.
Me paré al baño y vi un sacerdote sentado en la barra. Su licencia para el bien estaba expuesta alrededor de su cuello blanco y negro. Era grotesca la escena porque lloraba como un niño, a decir verdad compensaba las lágrimas que Claudio no había botado todavía. El llorar de esa manera era un ejercicio antropológico para purgar sus culpas, según pensé luego de escucharle. Decía, sin mirar a otra cosa que no fuera su pedazo de carne, que había cometido el peor pecado que una persona como él podía cometer: confesar un pecado ajeno. Seguí mi camino y lo dejé congestionado de dolor.
Al salir del baño me tropecé con una mesa. Mi disculpa fue lo único que escuchó la pareja que ocupaba dos de las cuatro sillas. Al parecer acababan de llegar porque en la mesa sólo había algunos papeles y nada de comida ni bebida. Súbditos del aburrimiento, los novios, esposos, amantes o socios, no dijeron ni una sola palabra. Seguí mi camino hacia la salida hasta escaparme de Claudio; y aquí, mamá, termina mi historia.
II
Luego, en esta cárcel, descubrí la otra parte. Claudio salió al instante de mi escapatoria y la pareja, aparentemente incrustada en su mutismo, logró detenerlo. Eran mesoneros encubiertos para evitar que nadie saliera sin pagar. Lo sé porque son ellos mismos los que hacen ahora la comida en este lugar. Yo trato de pensar que es la carne de Claudio pero mi mente sigue tan lúcida como siempre.
Te preguntarás por qué ellos también están presos. Aunque la imaginación me bloquea el panorama, mi mente impulsada por la experiencia me aclara las razones. La mujer que se ocupó de amortajar a la difunta y el hombre que diagnosticó su muerte son los que ahora siguen sirviendo las necesidades de otros. Ahora te dejo mamá, me busca otra persona. Es entonces cuando un cura se para a mi lado como Sacando cuentas de mi desgracia.
No estaba muerta, pero parecía una buena imitación. A pesar de esta particularidad ella estaba en una urna. Yo sabía que en cualquier momento iba a despertar pero me dio fastidio confesarlo. Tras el ataúd había un libro bajo el título Sacando cuentas que daba un esbozo de sus acciones cuando su voluntad estaba más cerca de la actualidad que de la eternidad. Las páginas eran un peregrinaje fiel por la vida de Filomena -la no tan muerta-. Los recuerdos estaban por inaugurar en los familiares que asistían al velorio y la esperanza era una utopía malograda por el trágico acontecimiento. Para mi era sencillo todo. Ella estaba realmente deteriorada y sólo sería un estorbo si la respiración acompañaba por más tiempo su figura. Sus venas abultadas en todo el cuerpo y el perenne olor a esmalte recién aplicado me impulsaron a odiarla cada vez más. Pero finalmente ahí estaba yo, victoriosa, comiendo con el que era su esposo, saboreando junto a él una carne jugosa, una carne intransigente a cualquier deseo de abandonarla en el plato. Claudio –el casi viudo- estaba sentado a mi lado, con una promiscuidad de sabores en su boca y con una total virginidad en su razón al desconocer lo que yo sabía.
Me paré al baño y vi un sacerdote sentado en la barra. Su licencia para el bien estaba expuesta alrededor de su cuello blanco y negro. Era grotesca la escena porque lloraba como un niño, a decir verdad compensaba las lágrimas que Claudio no había botado todavía. El llorar de esa manera era un ejercicio antropológico para purgar sus culpas, según pensé luego de escucharle. Decía, sin mirar a otra cosa que no fuera su pedazo de carne, que había cometido el peor pecado que una persona como él podía cometer: confesar un pecado ajeno. Seguí mi camino y lo dejé congestionado de dolor.
Al salir del baño me tropecé con una mesa. Mi disculpa fue lo único que escuchó la pareja que ocupaba dos de las cuatro sillas. Al parecer acababan de llegar porque en la mesa sólo había algunos papeles y nada de comida ni bebida. Súbditos del aburrimiento, los novios, esposos, amantes o socios, no dijeron ni una sola palabra. Seguí mi camino hacia la salida hasta escaparme de Claudio; y aquí, mamá, termina mi historia.
II
Luego, en esta cárcel, descubrí la otra parte. Claudio salió al instante de mi escapatoria y la pareja, aparentemente incrustada en su mutismo, logró detenerlo. Eran mesoneros encubiertos para evitar que nadie saliera sin pagar. Lo sé porque son ellos mismos los que hacen ahora la comida en este lugar. Yo trato de pensar que es la carne de Claudio pero mi mente sigue tan lúcida como siempre.
Te preguntarás por qué ellos también están presos. Aunque la imaginación me bloquea el panorama, mi mente impulsada por la experiencia me aclara las razones. La mujer que se ocupó de amortajar a la difunta y el hombre que diagnosticó su muerte son los que ahora siguen sirviendo las necesidades de otros. Ahora te dejo mamá, me busca otra persona. Es entonces cuando un cura se para a mi lado como Sacando cuentas de mi desgracia.
sábado, agosto 15, 2009
Por mal camino
Ella es toda una muñeca: con carita de porcelana y zapaticos de charol; y él la dejó por otra. Y de trapo.
Mi gran noche
Sus manos no tenían uñas y su aliento desinflaba toda pretensión de cercanía. Camila intentaba no pensar en él, pero la estrechez del espacio hacía inevitable el contacto. Las mesas arrinconadas le cedían terreno a la pista de baile y algunos invitados aprovechaban la oportunidad para realizar una minuciosa auditoría a los trajes de los asistentes. El salón de fiesta era amplio pero la distribución era incómoda por la cantidad de columnas atravesadas por doquier. La decoración parecía de fiesta infantil. Muchos globos y comida chatarra abundaban en el lugar.
Tequeños y bolitas de carnes salpicaban los manteles mientras que Camila ocupaba su boca en hablar por teléfono. Sus pies sometidos a la prisión de unos tacones prefirieron resguardarse bajo la silla. Fue entonces cuando se acercó Narciso. Su caminar pausado arremonilaba el humo a su alrededor y diminutos pero abundantes puntos blancos, desterrados de su cabellera y exiliados en su chaqueta negra, se revelaban inoportunos bajo el resplandor de la luz blanca.
Él la abordó confiado y le tendió su mano sin mediar palabra. Ella asustada por la intransigencia de la situación, se negó a ser su pareja en la balada que empezaba a sonar. Simulaba sentirse mal. Los padres de Camila tomaron partido. Le exigieron, disimulando cualquier intento de presión, que aceptara la invitación de su profesor. Su petición se volvió victoria.
La barriga de Narciso cobró protagonismo cuando los cuerpos se juntaron. Era dura y con un tamaño similar a un embarazo de 5 meses. Su alumna trataba de olvidar la rabia que sentía mientras coreaba la canción. Él saborea su lengua con sus pequeños labios como siendo consciente de las sensaciones que provocaba. Sus cabellos alambrados disputaban el negro y el blanco en la cara de ella y su cara evocaba una seguridad poco justificada con su apariencia física.
La música no paraba; un tema se conjugaba con otro. La pista estaba abarrotada, ocasión que aprovechaba para no soltarla en ningún momento. Los mariachis no aparecían y ningún otro hombre se atrevía a rescatarla. A pesar de la situación de incomodidad, ella intentaba disimularlo. Era complaciente porque sabía que estaba en juego un año escolar por delante junto a una materia por aprobar. Su traje de lino y su corbata floreada le otorgaba la prestancia de director funerario. Ella en cambio, estaba radiante con su vestido azul del mismo tono que sus ojos. Aunque ninguno de los dos guardaba ningún tipo de semejanza, parecían padre e hija por la diferencia de edades que existía entre ellos.
La música terminó al compás de la incomodidad. Llegó la tranquilidad pero duró poco. Otra ocurrencia rondaba la mente de su papá. Apartó una silla para Narciso y lo ubicó al lado de Camila. Su tía era centinela de su compostura porque era la única que notaba la indisposición de ella. Pasaron los minutos y una esperanza nació. Caminó hacia la tarima y habló con el cantante. Minutos después Narciso era la estrella de la noche.
Camilo Sexto, Sandro, Nino Bravo y Rafael fueron algunas de las voces imitadas por él. Luego de su repertorio de desparpajo continuó su injustificada persecución a Camila. La invitó a subir al escenario, pero esta vez ella tomó el micrófono y pidió que los asistentes se acercaran a la torta.
En realidad su tía estaba completamente engañada. Ella tenía una percepción errada de la situación amorosa de su sobrina. Cuando todos estaban congregados alrededor del dulce, Camila anunció su compromiso con el profesor Narciso.
Tequeños y bolitas de carnes salpicaban los manteles mientras que Camila ocupaba su boca en hablar por teléfono. Sus pies sometidos a la prisión de unos tacones prefirieron resguardarse bajo la silla. Fue entonces cuando se acercó Narciso. Su caminar pausado arremonilaba el humo a su alrededor y diminutos pero abundantes puntos blancos, desterrados de su cabellera y exiliados en su chaqueta negra, se revelaban inoportunos bajo el resplandor de la luz blanca.
Él la abordó confiado y le tendió su mano sin mediar palabra. Ella asustada por la intransigencia de la situación, se negó a ser su pareja en la balada que empezaba a sonar. Simulaba sentirse mal. Los padres de Camila tomaron partido. Le exigieron, disimulando cualquier intento de presión, que aceptara la invitación de su profesor. Su petición se volvió victoria.
La barriga de Narciso cobró protagonismo cuando los cuerpos se juntaron. Era dura y con un tamaño similar a un embarazo de 5 meses. Su alumna trataba de olvidar la rabia que sentía mientras coreaba la canción. Él saborea su lengua con sus pequeños labios como siendo consciente de las sensaciones que provocaba. Sus cabellos alambrados disputaban el negro y el blanco en la cara de ella y su cara evocaba una seguridad poco justificada con su apariencia física.
La música no paraba; un tema se conjugaba con otro. La pista estaba abarrotada, ocasión que aprovechaba para no soltarla en ningún momento. Los mariachis no aparecían y ningún otro hombre se atrevía a rescatarla. A pesar de la situación de incomodidad, ella intentaba disimularlo. Era complaciente porque sabía que estaba en juego un año escolar por delante junto a una materia por aprobar. Su traje de lino y su corbata floreada le otorgaba la prestancia de director funerario. Ella en cambio, estaba radiante con su vestido azul del mismo tono que sus ojos. Aunque ninguno de los dos guardaba ningún tipo de semejanza, parecían padre e hija por la diferencia de edades que existía entre ellos.
La música terminó al compás de la incomodidad. Llegó la tranquilidad pero duró poco. Otra ocurrencia rondaba la mente de su papá. Apartó una silla para Narciso y lo ubicó al lado de Camila. Su tía era centinela de su compostura porque era la única que notaba la indisposición de ella. Pasaron los minutos y una esperanza nació. Caminó hacia la tarima y habló con el cantante. Minutos después Narciso era la estrella de la noche.
Camilo Sexto, Sandro, Nino Bravo y Rafael fueron algunas de las voces imitadas por él. Luego de su repertorio de desparpajo continuó su injustificada persecución a Camila. La invitó a subir al escenario, pero esta vez ella tomó el micrófono y pidió que los asistentes se acercaran a la torta.
En realidad su tía estaba completamente engañada. Ella tenía una percepción errada de la situación amorosa de su sobrina. Cuando todos estaban congregados alrededor del dulce, Camila anunció su compromiso con el profesor Narciso.
jueves, agosto 13, 2009
Esto va contigo
Suscribirse a:
Entradas (Atom)